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viernes, 3 de abril de 2020

El jardín de mis abuelos

Muchas veces he querido mirar hacia adentro, traer devuelta los recuerdos de la infancia. No lo logro. Mis memorias son como rompecabezas incompletos. Un trozo sí y otro no encaja. Cómo si algunas piezas de esas memorias fueran meras invenciones. Para completar una tarea que me dejaron, tuve que hacer un esfuerzo y buscar entre los escombros un recuerdo intacto y verdadero. La respuesta vino como un soplo de aire fresco.

El recuerdo más vívido que tengo de mi infancia es de cuando tenía unos ocho o nueve años. En ese entonces, había en la casa de mis abuelos paternos un hermoso jardín poblado de plantas y flores. Una parte del jardín estaba enmarcado por un gran nogal, enseguida del cual había matas de chile piquín y cilantro. En la otra parte del jardín, había tuyas, rosas, amor de hombre y unas florecitas de color fiucha llamadas vincas. Esas eran mis favoritas. Había también, a lo largo del zacate un caminito ondulado de color rosa, parecido al camino amarillo de la tierra de Oz, que terminaba en un farol.

Recuerdo haber jugado en ese jardín muchas veces durante mi niñez. Me gustaba imaginar que además de conducir a la tierra de Oz, el caminito rosa era también un portal al mundo de Alicia en el país de las maravillas. De hecho, era el camino a un montón de universos mágicos. Todos los días, después de hacer mis tareas, me iba a jugar al jardín y cruzaba el camino para viajar a donde me diera la gana. Pasaba horas ahí. Hasta que daban las cinco o seis de la tarde. A esa hora, mi abuelo salía de la casa a encender el farol. Eso significaba una sola cosa. Pronto empezaría a oscurecer y cuando oscurecía aparecían las sombras y los monstruos, por lo que había que emprender el regreso a casa cuanto antes.

No recuerdo en qué punto de mi vida fue que dejé de visitar el jardín. Para cuando me di cuenta, el zacate y el camino rosa ya habían desaparecido y se habían transformado en un piso de cemento que servía para estacionar el coche de mi abuelo.

Cuando pienso en ello siento tristeza por mis hijos, por mi hija, porque no tuvieron la oportunidad de cruzar por el camino rosado y conocer los mundos mágicos que yo visité. Ellos viajan ahora a otros mundos, menos aburridos según sus palabras. Viajan en cuestión de segundos a través del Internet, sin siquiera salir de casa. Les observo viajar por la Red a miles de universos y veo su sonrisa, pero no veo ese brillo de alegría que sé había en mis ojos cuando estaba en el jardín.

También es posible que esté equivocada y mis hijos sientan la misma alegría que yo sentía en aquellos días, aunque de modo diferente. Tal vez es sólo que yo ya no soy una niña y he perdido la capacidad de asombro ante las cosas.

Lo bueno es que siempre he sido un poco rebelde. Los días se me pasan en un abrir y cerrar de ojos entre el trabajo, las labores domésticas y el tiempo que se nos viene encima. Pero a veces, por las noches, me escapo entre sueños al caminito rosa en el jardín de mis abuelos, lo cruzo de nuevo como en mi infancia y visito aquellos universos mágicos que tanto amé cuando era niña, claro, hasta que el farol de mi abuelo se enciende. Entonces emprendo el regreso a casa. No sea que los monstruos también sean un poco rebeldes. Y les de por perseguirme incluso en los sueños.

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