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domingo, 19 de abril de 2020

Mi magdalena


Vienen a mi mente tres magdalenas. Una, el aroma del mar. Dos, el aroma de tierra en el rancho. Tres, el aroma a pan recién horneado con mantequilla. Los panecillos en cuestión son unos que mi abuela Nilda solía hornear para nosotros por las tardes. Los hacía para merendar. Eran unos panecillos cuya masa venía ya preparada en un contenedor en forma de tubo que se rompía completamente al abrirlo, porque no había otra forma de hacerlo. Después de sacarlos del contenedor, mi abuela los colocaba cuidadosamente sobre un molde rectangular bastante viejo pero que ella se negaba a cambiar porque si no no salían igual. Cuando los sacaba del horno, después de unos quince minutos, mi abuela abría los panecillos por la mitad y les untaba mantequilla. Me gustaba comerlos mientras aún estaban calientes y la mantequilla aún no se derretía por completo. Comí panecillos como esos muchas veces, muchas tardes. Lo que no recuerdo es con qué los acompañábamos. No pudo ser agua. "Si comes pan con agua se te hace engrudo en la panza", nos decía. No sé si es verdad. Por si acaso, sigo su consejo y nunca bebo agua cuando como pan.

jueves, 9 de abril de 2020

Contemplación a la orilla del lago [2009]

Caminabas con el sol en las manos, caminabas desnuda, caminabas. La mirada se te llenaba de ausencias. La eternidad y el azul eran contigo. ¿Por qué quisiste quedarte en la noche?

Cada mañana, cada silencio se apodera de nosotras. Cada luna, cada estrella, la poesía nos carcome, nos bebemos la sal y el azúcar, nos quedamos en tinieblas.

Ésta es mi voz, me reclamas. Ésta soy yo, me revientas. Ésta somos todas, las que fuimos y dejamos de ser, las que seremos de aquí en adelante.

Ahora te despiertas en mitad de la nada, te sientas frente al lago, te miras, te contemplas, esperas que el agua se divida y te muestre lo que eres. Quisieras ver un fantasma, quisieras ver un cisne, quisieras, pero todo se queda en el deseo. Nada viene hacia ti, nada te trae palomas o flores, nada un poema derretido. Todo lo que tienes son las llamas, la furia, la soledad que nunca te abandona, la soledad que se cuelga de tus huesos.

¿Cuándo volveremos a estar juntas?¿Cuándo saldrás de detrás de los espejos?¿Cuándo emergerás hacia la luz? Aquí se nos enreda todo: el lenguaje, los sonidos, los silencios.

¿Cuándo nos traerás la armonía? Hasta que el agua se consuma del todo, hasta que las cenizas se despeguen de los labios, nuestra piel, el pedazo de sombra en que nos hemos convertido, alcanzará el borde de la plenitud.

miércoles, 8 de abril de 2020

“Me disuelvo en la realidad”
- Alejandra Pizarnik -


He decidido tomar prestadas aquellas frases que me signifiquen algo. Después de todo, esto no es literatura, es terapia. ¿Cuántas veces he tenido esta sensación? Desparecer poco a poco en la realidad, volverme transparente, cruzar el portal que divide este universo de todos los universos. Volar. Ha sido una constante en mi vida viajar de aquí para allá a voluntad o sin ella, como si caminara de una habitación a otra. No sé si es un don o una maldición. Ver detrás del viento y las paredes, contemplar con claridad lo que no está a la vista de nadie más que mis ojos. Sumergirme en ese sopor. Volver del laberinto empapada de lluvia, risueña, más ligera. Con alas.

martes, 7 de abril de 2020

Sueño [Fragmentos}

Una casa extraña, con habitaciones extrañas.
Un viaje por caminos extraños.
Alguien me acompaña. Sólo reconozco a una persona. Se llama Ericka.
En cierto momento, una camioneta de color azul se acerca a nuestro mueble y nos baja del auto.
Me ponen una pistola en la sien. El dedo en el gatillo.
De verdad creo que es el fin y aprieto los ojos.
El tipo se apiada o se arrepiente o algo. No dispara.
Corremos. Corremos por caminos más extraños aún.
Veo una casa, mi casa. Con tintes de hacienda antigua. Las paredes rojo chile, como ciertos árboles.
Entramos. Adentro animales. Tortugas, conejos, ambos en formación.
Mucha agua. Agua turbia.
De nuevo hay peligro. No sabemos qué. Huimos.
Siento que alguien va conmigo, pero estoy sola.
Saltamos sobre los tejados. Damos saltos enormes.
Cuando creo que avanzamos suficiente volteo.
Todavía puedo ver la casa de color rojo chile.
Las tortugas en formación.
Agua turbia.
Despierto.

lunes, 6 de abril de 2020

Tengo que escribir un poema. Pero no me llegan las palabras. Quizá si escarbo debajo de la lengua, si abro los ojos, si cierro la puerta, si dejo que la tierra se quede bajo las uñas. Hay muchos escondites en la casa, quizá si me escondo en alguno de ellos me encuentre. O encuentre las palabras que ando buscando, que es lo mismo. Porque siempre pasa, siempre. Me quedo con los labios vacíos, juego con la soledad, juego con la muerte. Y cuando mis huesos están ya resecos, la vida me despierta con un bofetada.

viernes, 3 de abril de 2020

El jardín de mis abuelos

Muchas veces he querido mirar hacia adentro, traer devuelta los recuerdos de la infancia. No lo logro. Mis memorias son como rompecabezas incompletos. Un trozo sí y otro no encaja. Cómo si algunas piezas de esas memorias fueran meras invenciones. Para completar una tarea que me dejaron, tuve que hacer un esfuerzo y buscar entre los escombros un recuerdo intacto y verdadero. La respuesta vino como un soplo de aire fresco.

El recuerdo más vívido que tengo de mi infancia es de cuando tenía unos ocho o nueve años. En ese entonces, había en la casa de mis abuelos paternos un hermoso jardín poblado de plantas y flores. Una parte del jardín estaba enmarcado por un gran nogal, enseguida del cual había matas de chile piquín y cilantro. En la otra parte del jardín, había tuyas, rosas, amor de hombre y unas florecitas de color fiucha llamadas vincas. Esas eran mis favoritas. Había también, a lo largo del zacate un caminito ondulado de color rosa, parecido al camino amarillo de la tierra de Oz, que terminaba en un farol.

Recuerdo haber jugado en ese jardín muchas veces durante mi niñez. Me gustaba imaginar que además de conducir a la tierra de Oz, el caminito rosa era también un portal al mundo de Alicia en el país de las maravillas. De hecho, era el camino a un montón de universos mágicos. Todos los días, después de hacer mis tareas, me iba a jugar al jardín y cruzaba el camino para viajar a donde me diera la gana. Pasaba horas ahí. Hasta que daban las cinco o seis de la tarde. A esa hora, mi abuelo salía de la casa a encender el farol. Eso significaba una sola cosa. Pronto empezaría a oscurecer y cuando oscurecía aparecían las sombras y los monstruos, por lo que había que emprender el regreso a casa cuanto antes.

No recuerdo en qué punto de mi vida fue que dejé de visitar el jardín. Para cuando me di cuenta, el zacate y el camino rosa ya habían desaparecido y se habían transformado en un piso de cemento que servía para estacionar el coche de mi abuelo.

Cuando pienso en ello siento tristeza por mis hijos, por mi hija, porque no tuvieron la oportunidad de cruzar por el camino rosado y conocer los mundos mágicos que yo visité. Ellos viajan ahora a otros mundos, menos aburridos según sus palabras. Viajan en cuestión de segundos a través del Internet, sin siquiera salir de casa. Les observo viajar por la Red a miles de universos y veo su sonrisa, pero no veo ese brillo de alegría que sé había en mis ojos cuando estaba en el jardín.

También es posible que esté equivocada y mis hijos sientan la misma alegría que yo sentía en aquellos días, aunque de modo diferente. Tal vez es sólo que yo ya no soy una niña y he perdido la capacidad de asombro ante las cosas.

Lo bueno es que siempre he sido un poco rebelde. Los días se me pasan en un abrir y cerrar de ojos entre el trabajo, las labores domésticas y el tiempo que se nos viene encima. Pero a veces, por las noches, me escapo entre sueños al caminito rosa en el jardín de mis abuelos, lo cruzo de nuevo como en mi infancia y visito aquellos universos mágicos que tanto amé cuando era niña, claro, hasta que el farol de mi abuelo se enciende. Entonces emprendo el regreso a casa. No sea que los monstruos también sean un poco rebeldes. Y les de por perseguirme incluso en los sueños.