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viernes, 14 de febrero de 2020

La casa de mi abuela es uno de esos lugares que se estancan en el tiempo. Un bucle. Ciertamente algunas cosas han cambiado. Unas fueron destruyéndose con el paso de los años, otras fueron removidas estratégica e intencionalmente de su sitio o simplemente fueron reemplazadas por otras nuevas.

Observo por la ventana, el jardín ya no es un jardín. No hay nogales, no hay rosas, no hay tuyas, no hay sembradíos de cilantro ni matas de chile piquín, no hay vincas ni amor de hombre. El caminito de color rosa que cruzaba el jardín fue reemplazado por estacionamiento de concreto. El farol que alumbraba al jardín por las noches ya no existe. Adentro de la casa, la sala ya no tiene ese panel de madera oscura en las paredes. Su color es diferente, más claro. Y aquella alfombra sobre la que solía caminar descalza ha desaparecido.

El cambio más notable de todos, es que mi abuela ya no está. No puedo ver su rostro sonriéndome, pero su esencia sigue presente en cada objeto, sigue presente en mi corazón.

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