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sábado, 17 de octubre de 2020

Me acostumbré a decir sí todas las veces desde aquella tarde en que no saludar se convirtió en grosería. Yo no quería ser niña mala, quería unas alas resplandecientes y una aureola, igual que todos esos angelitos que siempre lucían hermosos e impecables. Pero mi vestido no era blanco, tenía sangre en las rodillas y tierra en las manos. Trepar a las bardas se me daba bien, lo mismo que andar a gatas bajo la mesa de la cocina o el comedor de la sala. Me sentía más a gusto en los rincones oscuros, en los lugares no aptos para los adultos. Allí podía decir que no, que no me gustaba saludar desconocidos, que detestaba la cebolla y el hígado, tampoco me agradaban las reuniones ruidosas con olor a cigarrillo. Lo que yo quería, lo que en verdad quería, era jugar.

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