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viernes, 26 de febrero de 2016

Para Jesús Israel, Jesslin Esperanza y José Antonio

La casa estaba en su sitio como siempre. Yo, embotada, cansada de ser y de estar. Cuidar niños es una labor muy difícil. Me detuve cuando vi sus ojos de fuego. Puse los pies en el suelo y algo cayó fuera de mí. Entonces empezaron los gritos, las carreras esquivalentes. Huir lejos del cocodrilo, las bananas gigantes, las serpientes que salían del lago. Y dejé de ser madre, dejé de ser mujer. Ahora era una niña empujando una carreola. Un alma desbordando alegría.

Recuerdo que cuando era niña de verdad, me gustaba jugar a las muñecas.Las enredaba en una manta, las cargaba en mi regazo mientras les daba un biberón. Les tarareaba una canción de cuna. Sonreía.

En algún momento esto dejó de parecerme divertido.

No estoy lista para ser madre, pensé.

Me aterraba que una manita pequeña me apretara el pulgar. Eso quería decir para siempre. Y para siempre es un término complicado.

Cuando supe que iba a ser madre por primera vez, no lo creía. No estoy lista, seguía pensando. Aunque en el fondo sabía que eso no era verdad. Algo había cambiado por dentro. Lo intuía.

Ese para siempre estaba incluido. Aunque siguiera siendo complicado.

Durante el embarazo, no experimenté ningún mareo ni náusea. No padecí los dolores de parto. Me hicieron cesárea. Cuando mi primer hijo nació, lloré de todas formas. Y el dolor se extendió por todo mi cuerpo. También el amor. No podía sentir uno sin el otro.

Sostener a mi bebé entre los brazos, no fue igual que cargar a una muñeca. Él era una extensión de mí misma.

El Amor hecho carne.